Terencio decidió atacar cerca de Cannas, en Apulia. Aníbal estaba en desventaja numérica: su ejército solo contaba con el equivalente a la mitad de los efectivos romanos. Sin embargo, logró cercar al enemigo en un movimiento de tenazas, rodeándolo enseguida como una serpiente a su presa. Aníbal destruyó casi la totalidad del ejército romano. Unos cincuenta mil hombres, entre ellos ochenta senadores, yacían en el campo de batalla y otros veinte mil se retiraban en calidad de prisioneros.
Entre los muertos de la batalla de Cannas se encontraba Paulo Emilio. Roma había perdido las tres cuartas partes de sus legiones, reclutadas con tanto esfuerzo. Nunca se vio en un ejército tan numeroso y excelente sucumbir tantos hombres con menos pérdidas enemigas: no más de seis mil hombres.
La batalla de Cannas fue un ejemplo perfecto de acción envolvente. Aníbal consiguió este triunfo gracias a la flexibilidad de su ejército, cosa que los romanos no habían conseguido aún.
La marcha triunfal de Aníbal desde Cartagena a Cannas no tenía igual, fuera de la expedición de Alejandro. Pero, a diferencia de éste, Aníbal nunca quiso aniquilar al país que combatía, sino sólo forzar al adversario a una paz que ofreciera todas las garantías posibles a Cartago.
Los cartagineses no deseaban más que una cosa: establecer un equilibrio entre las dos potencias mayores de la épocas, equilibrio garantizado por Macedonia. El objetivo de Aníbal era devolver a su patria lo que los romanos le habían arrebatado, es decir Sicilia, Cerdeña y España al norte del Ebro; además quería reintegrar la Italia septentrional a los celtas y a la Italia del sur a los griegos, dejando a Roma con la zona central de Italia y así de esta forma sentirse seguros de que los romanos no les disputarían el Mediterráneo occidental.
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